¿Qué es un ser humano? La respuesta no está en el viento, sino en el
genoma. El genoma es un libro del que contenemos billones de ejemplares
en nuestro cuerpo, y que reeditamos mientras vivimos. Nuestras células
lo consultan continuamente para saber lo que tienen que hacer. Pero
nosotros mismos ignorábamos su existencia, su idioma y su escritura. En
1953, J. Watson y F. Crick descubrieron su alfabeto. En cuatro décadas
de arduo trabajo, hemos ido descifrando su gramática y aprendiendo a
leer. En 1988, Watson anunció la puesta en marcha del proyecto Genoma
Humano, una de las grandes epopeyas científicas de todos los tiempos. La
aventura empezó como un proyecto de los National Institutes of Health
de Estados Unidos pero pronto se unieron a ella otros centros de
investigación públicos y privados de Europa, América y Japón, como el
Whitehead Institute (en Boston) o el Généthon (en París). Las dos
primeras fases del proyecto (la elaboración de mapas genéticos y físicos
del genoma) se concluyó a principios del 2001. Ello equivale a establecer
la división del libro en páginas y capítulos. La siguiente fase, que
duró hasta 2005, consistía en la secuenciación efectiva del genoma, es
decir, en deletrear sus tres mil millones de letras o bases, y en darle
una primera lectura, identificando sus ochenta mil frases o genes entre
la inmensa maraña de erratas repetitivas, aunque sin entender bien
todavía el argumento global.
Otros genomas se terminaron ya de secuenciar, como los de las eubacterias Haemophilus influenzae y Mycoplasma genitalium e incluso el de la levadura Saccharomyces cerevisiae, y otros se han ido averiguando hasta la actualidad. La comparación de los diversos genomas aporta una
precisión inédita a los estudios sobre la evolución de la vida y la
filogenia de las especies. La mayoría de nuestros genes se encuentran
también en otros organismos, y su función puede ser más fácil de
estudiar en ellos. Incluso genes que en nosotros producen la enfermedad
de Alzheimer o el cáncer de páncreas se encuentran en organismos tan
remotos como el nematodo Caenorabditis o la mosca Drosophila.
Ya se ha concluido la secuenciación del genoma humano, se han determinado las funciones de muchos de sus genes, incluida la producción
poligénica de caracteres y conductas complejas, y se ha estudiado la variedad
alélica de cada locus y las diferencias inducidas por diversas
combinaciones de alelos. Gracias a esto podemos zanjar rancias polémicas
ideológicas sobre lo heredado y lo adquirido con criterios
objetivos. Los políticos y empresarios que financiaron el proyecto se han
dejaron convencer por el señuelo de sus beneficios para la medicina,
aunque las promesas de terapia génica para la curación de enfermedades
hereditarias no se han materializado del todo. El único resultado práctico ha
sido la elaboración de pruebas genéticas para algunas enfermedades, como
la fibrosis quística. La posibilidad de que estas pruebas provocaran
discriminación (en el empleo o en los seguros) de los portadores de
ciertos genes alarmó a los críticos sociales, que , sin embargo, pronto
fueron aplacados con el gran plato de lentejas que supone el 5% del
presupuesto del proyecto, dedicado a bioética.
Si bien tanto los beneficios como los peligros del proyecto han sido
menores de lo esperado, su éxito científico es indudable. Los métodos
empleados cada vez han sido más eficientes, el porcentaje de errores en la
secuenciación llegó a estar por debajo del uno por ciento, y los resultados
(contra lo que se temía) se han hecho públicos e incluso son
accesibles gratis a través de Internet. En cualquier caso, y sobre todo,
con el proyecto Genoma Humano hemos seguido, aunque con 2.500 años de
retraso, el consejo del dios Apolo: "Conócete a ti mismo".
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